puchereando


Apunta el Espasa Calpe de los años "30: del término puches (del latín puls, pultis, derivado del griego póltos), puchero es la "vasija de barro vidriado o sin vidriar, con asiento pequeño, panza abultada, cuello ancho, una sola asa junto a la boca, y que sirve comúnmente para cocer la comida. Las hay también de hierro fundido y esmaltado". Pero aquí no termina el significado, porque si es en plural y con el verbo hacer, según esa enciclopedia, "se aplica a los niños de corta edad, cuando inflan los carrillos (...) con gestos y movimientos precursores del llanto verdadero o fingido": ahora ya sabe que lo de pucherear, en los infantes, alude a la forma rechoncha de la vasija y no al blop blop del hervor quieto. O sí, quién sabe.
Hay infinitas recetas y nombres para este plato universal en el que se hierve todo lo que se tenga a mano. Al nuestro, de influencia hispánica, se lo conoce como puchero y en la madre patria lo preparan de diferentes maneras.

Entonces hagamos una olla podrida", dijeron. Y todos estuvimos de acuerdo. Primero hubo que aprovisionarse de carnes diversas (garrón de vaca, falda de ternera y de cordero, panceta fresca, hueso de jamón, huesos de caracú y rodilla, patitas de chancho y cordero, gallina, codornices, pichones, chorizos colorados, morcillas de variadas suertes); de hortalizas y legumbres (garbanzos, morrones secos, zanahorias, cabezas de ajo, nabos, puerros, repollitos de Bruselas, cebollas, alcauciles chiquitos); de frutos secos (orejones, ciruelas pasas, almendras); de aromáticas (apio, laurel, tomillo, perejil); de especias (pimienta, azafrán, cominos) y todo lo demás, a saber: pan de campo, vinagre de Jerez, huevos, aceite de oliva, mostazas, pickles... Y sal, claro.

Después se estableció lugar y hora del magno encuentro, y ese mismo día se procedió a construir la olla podrida, glorificación del hervido, a la que le queda chico el adjetivo de barroco.

Esta manera de cocer los alimentos no tiene una nacionalidad original; nos pertenece a todos porque su memoria es neolítica. Podría decirse que el hervido nació con la alfarería, alentado por el fuego que los hombres supieron conseguir; porque disipado el terror a partir del control del fuego, nuestros ancestros pudieron dedicarse a planificar, a tomarse su tiempo y a operarlo a favor.

En un principio fueron piedras candentes en una hoquedad; sobre ellas se volcaba agua que no tardaba en borbotear, y a la que se sumaban unos básicos comestibles, esencialmente raíces y tubérculos salvajes. Los guijarros siguieron siendo necesarios para provocar el hervor en las vasijas que no soportaban las llamas, y aún hoy en Portugal sigue vigente la modalidad de la sopa a la piedra: hay ancianas que colocan una piedra en el fondo del perol y después mandan encima los demás componentes, aduciendo que, sin ese tosco imperativo, el resultado no es igual de bueno.

El mundo entero hierve en pucheros.

Los franceses componen pot-au-feu y los tanos su bollito misto. Pero de todos los países europeos, quizás ninguno como España fue capaz de recrear tantas variables, cada región con su propio modelo del cocido aunque la fama se la lleve el madrileño. Pote gallego, cocido andaluz, olla gitana, escudella i carn d 'olla... Y por último está ese complejo y exagerado hervido acuñado en las cocinas del Monasterio de Yuste (siglo XVIII), llamado olla podrida. No porque en ella se pudra nada, sino como deformación, posiblemente, de la palabra poderida, de poderosa.

La última vez que me tocó en suerte participar en la comilona de una olla podrida, fue en el último invierno europeo, dé paso por Madrid. Recorrer el espinel de amigos entrañables en un solo día hubiera sido imposible sin el vehículo de la mesa... Así fue que surgió la idea de construir el gigantesco plato como única razón gourmet; su carácter comunitario convocó a todos y a algunos más. Fue arduo y delicioso, casi eterno: el operativo de reunir semejante parva de ingredientes en una mega olla, según un orden y tiempos bien precisos -de manera que a la hora de servirlos ninguno estuviera deshilachado por exceso de cocción o tieso por falta de lo mismo-, no insumió menos tiempo que el empleado más tarde en la mesa para consumirlos. Seis horas para lo uno y seis horas para lo otro.

"empinar el puchero", era tener con qué pasarlo decentemente, aunque sin opulencia.

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